El Tao y el Vacío Creador

"Hay algo sin foma y perfecto
que existía antes de que el universo naciera
Es sereno. Vacío.
Solitario. Inmutable.
Infinito. Eternamente presente.
Es la madre del Universo.
A falta de un nombre mejor...
lo llamo Tao.

Fluye a través de todo,
dentro y fuera de todo,
y al origen de todo retorna.

El Tao es grande
El universo es grande.
La tierra es grande,
El hombre es grande.

El hombre sigue a la tierra.
La tierra sigue al universo.
El universo sigue al Tao.
El Tao se sigue a sí mismo."

Tao-Te-King, cap 25.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Yeti.


Hoy he empezado la hercúlea tarea de limpiar y asear a yeti.
Me encontré a yeti ayer, cuando volvía de cobrarme el servicio de la vigilia nocturna de un mercado navideño, después de un desafortunado cambio de impresiones con el chico que me había “contratado” para vigilar la feria.
Cosas de egos, de límites, de respetos, y también de importancia personal, pero necesarias en el juego de la existencia.
Lamenté mucho el malentendido, si es que fue eso, pero era necesario poner los puntos sobre las ies. Otra cosa es que uno lo lleve todo por dentro, y otra... no importa, es cosa de egos.
Yeti estaba tirado, enorme, con la cabeza colgando, y sus brazotes enormes abrazando un árbol. Parecía una especie de esos módulos de pelo-no me acuerdo como se llaman- para sentarse, estaba sucio y casi pasé de largo, pero me llamó la atención algo, una especie de:
“ Hey, por que haces como si no me hubieras visto?”.
Me volví, lo moví y he aquí que me encuentro con un enorme peluche blanco, no se si un perro o un oso, o una mezcla de ambos, con la cara mas triste que recuerdo haber visto en mi vida.
No tardé ni un segundo en reconocer, o proyectar, a mi niño interior, me acordé de que devi tiene a su vaquita, y yo no tenía ningún peluche o catalizador de mi niño interior, así que superando mi vergüenza, lo cogí, tan enorme es que me tapaba todo el cuerpo, y me lo lleve a casa.
Fue en casa donde le bauticé como yeti, por lo del abominable -abominable por el aspecto que tenía, entre otras cosas- hombre de las nieves, y fue en casa donde pude ver, gracias al mismo mecanismo del ejercicio de proyección sobre un cojín, que nunca me ha funcionado, hasta que punto me sentía tan abandonado, despreciado, y descuidado como yeti.
Hasta que punto había abandonado, despreciado, y descuidado a mi niño interno.
Me lo pasé mirando un buen rato, mas que un buen rato, hasta que tome la decisión de que yeti y yo íbamos a comenzar un programa intensivo de recuperación de la autoestima, del respeto y del amor mas básicos.
Al ser yeti tan grande, supe que si decidía quedármelo (otra opción era regalárselo a mi hija en navidades), no tendría más remedio que mirar al niño todos los días cada mañana al despertarme, y cada noche al acostarme, pero en realidad sabía que no había tal decisión, mi niño herido ya había decidido quedárselo.
Mirando a yeti me acordé de oso, u osito, mi peluche rojo y blanco, inseparable compañero de noches, confesiones y sueños hasta, no me avergüenza decirlo, mas o menos, los doce años.
Me acordé de lo ligado que estaba a él, puedo decir que casi más que a mis padres, puesto que ese osito era yo, o una proyección de una parte de mi mismo, por supuesto...
Ese osito me acompañó durante noches en vela, pesadillas, y miedos que no he compartido con nadie, y también días maravillosos, viajes reales o imaginarios, y oraciones llenas de inocencia.
Me costó infinitamente despedirme de osito, el día que decidí que ya era suficientemente mayor para llevar un oso a las competiciones de natación. Me costó tanto, que por si acaso estuvo en la estantería de mi cuarto hasta mas o menos la época en la que se separaron mis padres, que es la misma época donde no tuve más cojones que “hacerme mayor”.
Desde entonces me olvidé completamente de osito, y con él, de mi niño interior, hasta mas o menos hace un par de años, gracias a una mujer -no voy a dar nombres- con la que compartí, pues eso era todo lo que pudimos hacer, la aventura de re-descubrir el niño interior, su infinita belleza, y también, sus más temibles furias.
Revelación, a la par que exorcismo, que ha continuado por si misma hasta el día de hoy, a través de fuerzas tan inconscientes como inevitables, tan misteriosas como desconocidas.
Pero aquí está yeti, y con él, recupero de algún modo a osito. De hecho, creo que yeti es la evolución natural de osito, al que tiré a la basura, en vez de guardarlo como oro en paño, igual que yo soy la evolución natural de mi niño rebelde y herido. Y aquí nos hemos reencontrado ambos, dieciocho años después, de una forma extraña, súbita y repentina, pero también esperanzadora y llena de ilusión.
El espectáculo que daba la visión de yeti, con la cabeza caída, y los brazos colgando como un espantajo en medio del salón, no era más que un espejo de la percepción que he tenido de mi mismo estos últimos años, sobre todo estos últimos meses, donde he pasado y estoy pasando, ahora puedo decirlo sin tapujos, la peor crisis de identidad de toda mi vida.
Aunque eso es redundancia decirlo, porque hasta que descubrimos, o recordamos, quienes somos realmente, puede decirse, sin riesgo a equivocarse, que toda nuestra vida es una crisis y una búsqueda de identidad permanente.
Pero lo cortés no quita lo valiente, y estar en crisis no significa morirse. Cada uno sobrevive como puede, y algún carácter esquizoide-oral como yo, para sobrevivir, solo sabe olvidar sus necesidades, o delegarlas en la madre de turno.
Así es como me he pasado prácticamente veinte de los casi 35 años que tengo.
Aislado, en el olvido de mis necesidades mas básicas, y sobreviviendo de retazos y modelos tomados de aquí y allá, en un pupurri de pseudo-identidades tan inútil como inservible.
Así que hoy, sin mas dilación, aun con la resaca del sabor a suicidio existencial en la boca y en el alma, y no hablo aquí metafóricamente, he metido a yeti en el baño, le he sacado brillo, y como quien dice, le he quitado las pulgas.
Solo espero que con este frío invernal no se me reesfríe...
Imaginen intentar secar, a golpe de secador de mano, a una alfombra-esponja de pelo hecha oso del tamaño de un sofá.
Peinarlo, desempolvarlo, mantenerlo limpio. Cuidarlo, en definitiva.
No es tarea de un día, sino de toda una vida. Al fin y al cabo, el niño interno es nuestro primer hijo, el primogénito, antes que cualquier otro, y cuidar de él es una responsabilidad que nos hace verdaderamente adultos, a la vez que libres.
Otro día intentaré explicar en que creo que consiste esta libertad.
Ahora estoy cansado de tanto frotar y frotar, secar y secar.
O si no que se lo digan a yeti, que se va a pasar la noche pegado al radiador, después de sufrir probablemente el primer baño de su vida.
O a mi hija, que le entran los siete terrores y los siete espíritus del apocalipsis, cuando le digo que toca baño...
-Pero sin el pelo, papa...pero sin el pelo!!!...
-Si, mi amor, sin el pelo...(mentira , claro).

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